Descerebrado
Victoriano
Minarete nació sin cerebro, y sobrevivió: un hecho excepcional, es más, sin
precedentes en la historia de la medicina. Pero así fue. No tenía siquiera
membranas meníngeas, ni cuerpo calloso, ni aire ni líquido; solo la glándula hipófisis
sentada en su silla turca del hueso esfenoides en la base del cráneo, de la que
partían y a la que llegaban numerosas y finísimas terminaciones nerviosas en
haces que podían considerarse nervios, pero que también debían hacer el papel
de las sustancias gris y blanca corticales del cerebro. Esto se descubrió
durante su infancia, pues en cuanto supo hablar –un poco tardío es verdad–
comenzó a decir sin cesar que tenía muy ligera la cabeza. Los padres lo
llevaron al médico y se enteraron, gracias a las tomografías y escáneres que le
hicieron, que carecía de cerebro; el resto de la explicación científica no la
entendieron muy bien, pero el caso es que se asustaron bastante, preguntándose
como es lógico cuánto podía durar en ese estado. Los galenos más certeros, que
suelen ser los que más se equivocan, dijeron que muy poco; y los más sinceros,
que no tenían ni la más mínima idea.
La
otra cuestión que agobiaba a sus progenitores era saber si Victoriano sería del
todo normal o sufriría de alguna clase de idiotismo o imbecilidad, debido al
hecho de carecer del órgano más importante del organismo humano si se exceptuaba
al corazón. Pero en eso también erraron los seguidores de Hipócrates, así como
los bien y mal intencionados que auguraron demencia total. Victoriano era
normal. No es que fuera una lumbrera, pero podría decirse que estaba entre la media.
Hizo sus estudios primarios con los aciertos y dificultades (él quizá con algo
más que el resto) propios de los niños de su edad; e inició los secundarios,
pero como no le gustaban mucho los estudios los dejó pronto para ganarse la
vida vendiendo periódicos, de repartidor de pan y de cuantas tareas adecuadas a
un jovenzuelo y disponibles en ese momento se le presentaban, y en las que continuó
toda su vida.
Cualquiera
con mediana cultura y hasta raciocinio se preguntaría cómo era posible que
viviese sin cerebro. No tenía lóbulo occipital para reflejar las imágenes y sin
embargo veía bastante bien, salvo ligerísima miopía de media dioptría, que en
nada le molestaba, dándose por satisfecho, y asegurando de que solo un águila veía
más que él dadas sus circunstancias. Por otra parte, tampoco forzaba la vista,
pues había tenido la cordura de no entusiasmarse con los libros, confesando sin
pudor que jamás había leído uno por muy pequeño que fuese. Solo hojeaba periódicos
y revistas cuando caían en sus manos, pues no los compraba nunca, y eso, si
acaso le interesaba mucho algún artículo, contentándose con pasear su vista
sobre los titulares en la mayoría de los casos, pues su interés era bastante
reducido acerca de lo que podía ser o no digno de conocerse.
Como
carecía también del lóbulo temporal, donde los científicos dicen se localiza el
sentido del oído, no debiera oír, y sin embargo oía. No como un ciervo o un
músico, si bien de manera decorosa, como sucede a la mayor parte de la humanidad
que ignora que no oye a la perfección sin tener carencias auditivas notables, acostumbrados
al umbral de ruidos de las ciudades populosas.
La
falta del lóbulo parietal, donde se asegura está el centro del lenguaje,
tampoco había hecho grandes mellas en Victoriano, que si bien no era un
Sócrates, un Cicerón o un Aristóteles, mucho menos un Marco Aurelio, se
expresaba con normal corrección, aunque con cierta lentitud y dejo a la hora de
exponer sus ideas; algo que casi nunca hacía, ciñéndose por lo regular a las
frases de rigor suficientes para comunicarse como casi todo el mundo, incluidos
los sabios y expertos, con cortes y retrocesos en el habla y hasta repeticiones
inútiles de palabras y frases.
Lo
mismo podría decirse del olfato, del gusto y del tacto. No tenía el olfato de
un sabueso ni podía ser perfumista ni catador de vinos y comidas, pero
disfrutaba del olor y sabor de los alimentos que más le gustaban como cualquier
mortal. En cuanto al tacto le bastaba saber si algo era liso o arrugado en su
textura o frío o caliente, y lo demás sobraba.
Al
parecer todas estas funciones las había suplido la hipófisis, se decían los
científicos más sesudos, pues se mostraba el doble de lo normal, acomodada –o
mejor, repantingada– en su silla turca, controlándolo y dirigiéndolo todo.
En
lo demás se podía decir que Victoriano era un individuo normal, en las
preocupaciones y enfermedades comunes y también en sus apetitos. Así que a
nadie podía extrañar que se enamorase como lo hizo de una muchacha que conoció
mientras repartía pizzas de casa en casa. No era ni fea ni bonita, como el
propio Victoriano; no mostraba cuerpo espectacular ni tampoco parecía un
esperpento, pero era limpia y agradable, y lo que es mejor, nada bulliciosa ni
sobresaliente por su inteligencia o cultura. A diferencia de su prometido no
leía periódicos, pero sí revistas del corazón que le apasionaban. Algunas de
las cuales, hay que decirlo todo, también entretenían de vez en cuando a
Victoriano.
Se
enamoraron y decidieron casarse, ella conocía toda la historia de su amado
sobre su falta de cerebro, que él le contó desde las primeras citas, pero no
pareció importarle demasiado, ya que su prometido era bueno, agradable y poco
exigente; solo faltaba que hubiera sido rico y apuesto y entonces hubiera sido
la gloria, pero no había que exigirle demasiado a la vida, así que se contentó
o resignó con ello. No obstante, había algo, siempre lo hay, que ella hubiera
mejorado en él no tanto en aras de su beneficio como de la admiración que
pudiera sentir por su amado. No lo supo muy bien hasta que leyó en el artículo
de una revista del corazón que cierto personaje del mundo de la farándula se
había hecho un trasplante de cerebro; es verdad que solo era de una pequeña
parte del mismo, pero ¿por qué no de todo?
De
inmediato se lo leyó a su prometido, y sin demostrar que intentaba convencerlo,
lo convenció con esa persuasión que tiene la manía perfeccionista femenina,
para que mejorara sus capacidades mentales y espirituales, y quizás vivir mucho
más de los que decían los médicos.
Victoriano
le replicó en un principio que no veía necesidad alguna de operarse la cabeza,
cuando se sentía muy bien, así como estaba, pero al final accedió como hacen
casi todos los enamorados durante el noviazgo –y numerosos también durante el
matrimonio–, en que toda locura parece posible. Y se operó para satisfacer a su
novia: si ella era feliz así, qué remedio. Antes se consultó a los médicos y se
aguardó a que hubiera algún cerebro disponible, que resultó a la postre el de
un químico que murió en un accidente y del que se decía era una joven promesa
en su campo. La intervención quirúrgica fue todo un éxito, y constituyó la
gloria de los galenos que la realizaron, apareciendo en las revistas
especializadas en inglés (pues las demás no valen un comino dicen los
científicos renombrados con vanidad indescriptible). Tras hablarse mucho de
ello pasó a ser noticia de segundo plano y más tarde se olvidó por completo por
el gran público.
Orgullosa
la esposa de Victoriano de que su marido estuviese bien y que además
deslumbrase a más de uno con sus conclusiones químicas, aunque hablaba de ello
más de lo necesario, empezó a preocuparse cuando este comenzó a perder la
memoria de esos conocimientos, y acabó por saber tanto de química como una vaca
de matemáticas. Pero lo peor no fue eso sino que los sentidos que hasta ese
momento le habían funcionado a las mil maravillas –habían mejorado muchísimo
con el trasplante– pasaron a ser como cuando no tenía cerebro, y continuaron
degradándose: su miopía alcanzó diez dioptrías, se volvió sordo como un cañón,
se le trababa la lengua y balbuceaba como un borracho; ni olía los peores
olores, ni le sabían los alimentos a nada, y menos tenía noción de si algo
estaba caliente o frío, salvo su mujer que lo calentaba siempre en las noches
de frío (de ella no de él).
En
esta situación acudieron a los médicos que optaron por trepanarle el cráneo y
ver qué había pasado, porque los escáneres y tomografías no mostraban trastorno
alguno; y aunque nada extraño hallaron, sí pudieron comprobar que la hipófisis
había crecido un tercio más de lo que la tenía antes de la operación. La
conclusión a que llegó el más sesudo de ellos era que esa glándula le había
hecho rechazo al cerebro o este había afectado a la hipófisis con su actividad.
Sea como fuere extirpar a uno de los dos, podía ser riesgoso. No se registraba
en los anales de la historia de la medicina que alguien pudiera vivir sin
ellos. Consultados los esposos fue la primera vez que él se acordó de que
decidía sobre sí mismo, y pidió de forma bastante enredada se le retirase el
trasplante de cerebro de inmediato. La junta de médicos acordó callar para
siempre el fracaso de su intervención quirúrgica a Victoriano, y le hizo firmar
varios documentos en que decía ser responsable de su decisión de que le sustrajeran
el cerebro.
Al
parecer los celos de la hipófisis se calmaron con aquella decisión, pues tras
la operación, los exámenes médicos revelaron que había recuperado su tamaño
anterior, y Victoriano sus sentidos a cómo los poseía antes del famoso
trasplante. Hoy tiene cuatro hijos: tres niños y una niña. A los primeros les
falta el cerebro como a él, a la última no. Pero dice que no los opera por nada
del mundo, con que sean normales, basta.
(Del libro Cuentos grotescos y fantásticos)