miércoles, 22 de noviembre de 2017

De mis cuentos y narraciones

Descerebrado


Victoriano Minarete nació sin cerebro, y sobrevivió: un hecho excepcional, es más, sin precedentes en la historia de la medicina. Pero así fue. No tenía siquiera membranas meníngeas, ni cuerpo calloso, ni aire ni líquido; solo la glándula hipófisis sentada en su silla turca del hueso esfenoides en la base del cráneo, de la que partían y a la que llegaban numerosas y finísimas terminaciones nerviosas en haces que podían considerarse nervios, pero que también debían hacer el papel de las sustancias gris y blanca corticales del cerebro. Esto se descubrió durante su infancia, pues en cuanto supo hablar –un poco tardío es verdad– comenzó a decir sin cesar que tenía muy ligera la cabeza. Los padres lo llevaron al médico y se enteraron, gracias a las tomografías y escáneres que le hicieron, que carecía de cerebro; el resto de la explicación científica no la entendieron muy bien, pero el caso es que se asustaron bastante, preguntándose como es lógico cuánto podía durar en ese estado. Los galenos más certeros, que suelen ser los que más se equivocan, dijeron que muy poco; y los más sinceros, que no tenían ni la más mínima idea.

La otra cuestión que agobiaba a sus progenitores era saber si Victoriano sería del todo normal o sufriría de alguna clase de idiotismo o imbecilidad, debido al hecho de carecer del órgano más importante del organismo humano si se exceptuaba al corazón. Pero en eso también erraron los seguidores de Hipócrates, así como los bien y mal intencionados que auguraron demencia total. Victoriano era normal. No es que fuera una lumbrera, pero podría decirse que estaba entre la media. Hizo sus estudios primarios con los aciertos y dificultades (él quizá con algo más que el resto) propios de los niños de su edad; e inició los secundarios, pero como no le gustaban mucho los estudios los dejó pronto para ganarse la vida vendiendo periódicos, de repartidor de pan y de cuantas tareas adecuadas a un jovenzuelo y disponibles en ese momento se le presentaban, y en las que continuó toda su vida.

Cualquiera con mediana cultura y hasta raciocinio se preguntaría cómo era posible que viviese sin cerebro. No tenía lóbulo occipital para reflejar las imágenes y sin embargo veía bastante bien, salvo ligerísima miopía de media dioptría, que en nada le molestaba, dándose por satisfecho, y asegurando de que solo un águila veía más que él dadas sus circunstancias. Por otra parte, tampoco forzaba la vista, pues había tenido la cordura de no entusiasmarse con los libros, confesando sin pudor que jamás había leído uno por muy pequeño que fuese. Solo hojeaba periódicos y revistas cuando caían en sus manos, pues no los compraba nunca, y eso, si acaso le interesaba mucho algún artículo, contentándose con pasear su vista sobre los titulares en la mayoría de los casos, pues su interés era bastante reducido acerca de lo que podía ser o no digno de conocerse.

Como carecía también del lóbulo temporal, donde los científicos dicen se localiza el sentido del oído, no debiera oír, y sin embargo oía. No como un ciervo o un músico, si bien de manera decorosa, como sucede a la mayor parte de la humanidad que ignora que no oye a la perfección sin tener carencias auditivas notables, acostumbrados al umbral de ruidos de las ciudades populosas.

La falta del lóbulo parietal, donde se asegura está el centro del lenguaje, tampoco había hecho grandes mellas en Victoriano, que si bien no era un Sócrates, un Cicerón o un Aristóteles, mucho menos un Marco Aurelio, se expresaba con normal corrección, aunque con cierta lentitud y dejo a la hora de exponer sus ideas; algo que casi nunca hacía, ciñéndose por lo regular a las frases de rigor suficientes para comunicarse como casi todo el mundo, incluidos los sabios y expertos, con cortes y retrocesos en el habla y hasta repeticiones inútiles de palabras y frases.

Lo mismo podría decirse del olfato, del gusto y del tacto. No tenía el olfato de un sabueso ni podía ser perfumista ni catador de vinos y comidas, pero disfrutaba del olor y sabor de los alimentos que más le gustaban como cualquier mortal. En cuanto al tacto le bastaba saber si algo era liso o arrugado en su textura o frío o caliente, y lo demás sobraba.

Al parecer todas estas funciones las había suplido la hipófisis, se decían los científicos más sesudos, pues se mostraba el doble de lo normal, acomodada –o mejor, repantingada– en su silla turca, controlándolo y dirigiéndolo todo.

En lo demás se podía decir que Victoriano era un individuo normal, en las preocupaciones y enfermedades comunes y también en sus apetitos. Así que a nadie podía extrañar que se enamorase como lo hizo de una muchacha que conoció mientras repartía pizzas de casa en casa. No era ni fea ni bonita, como el propio Victoriano; no mostraba cuerpo espectacular ni tampoco parecía un esperpento, pero era limpia y agradable, y lo que es mejor, nada bulliciosa ni sobresaliente por su inteligencia o cultura. A diferencia de su prometido no leía periódicos, pero sí revistas del corazón que le apasionaban. Algunas de las cuales, hay que decirlo todo, también entretenían de vez en cuando a Victoriano.

Se enamoraron y decidieron casarse, ella conocía toda la historia de su amado sobre su falta de cerebro, que él le contó desde las primeras citas, pero no pareció importarle demasiado, ya que su prometido era bueno, agradable y poco exigente; solo faltaba que hubiera sido rico y apuesto y entonces hubiera sido la gloria, pero no había que exigirle demasiado a la vida, así que se contentó o resignó con ello. No obstante, había algo, siempre lo hay, que ella hubiera mejorado en él no tanto en aras de su beneficio como de la admiración que pudiera sentir por su amado. No lo supo muy bien hasta que leyó en el artículo de una revista del corazón que cierto personaje del mundo de la farándula se había hecho un trasplante de cerebro; es verdad que solo era de una pequeña parte del mismo, pero ¿por qué no de todo?

De inmediato se lo leyó a su prometido, y sin demostrar que intentaba convencerlo, lo convenció con esa persuasión que tiene la manía perfeccionista femenina, para que mejorara sus capacidades mentales y espirituales, y quizás vivir mucho más de los que decían los médicos.

Victoriano le replicó en un principio que no veía necesidad alguna de operarse la cabeza, cuando se sentía muy bien, así como estaba, pero al final accedió como hacen casi todos los enamorados durante el noviazgo –y numerosos también durante el matrimonio–, en que toda locura parece posible. Y se operó para satisfacer a su novia: si ella era feliz así, qué remedio. Antes se consultó a los médicos y se aguardó a que hubiera algún cerebro disponible, que resultó a la postre el de un químico que murió en un accidente y del que se decía era una joven promesa en su campo. La intervención quirúrgica fue todo un éxito, y constituyó la gloria de los galenos que la realizaron, apareciendo en las revistas especializadas en inglés (pues las demás no valen un comino dicen los científicos renombrados con vanidad indescriptible). Tras hablarse mucho de ello pasó a ser noticia de segundo plano y más tarde se olvidó por completo por el gran público.

Orgullosa la esposa de Victoriano de que su marido estuviese bien y que además deslumbrase a más de uno con sus conclusiones químicas, aunque hablaba de ello más de lo necesario, empezó a preocuparse cuando este comenzó a perder la memoria de esos conocimientos, y acabó por saber tanto de química como una vaca de matemáticas. Pero lo peor no fue eso sino que los sentidos que hasta ese momento le habían funcionado a las mil maravillas –habían mejorado muchísimo con el trasplante– pasaron a ser como cuando no tenía cerebro, y continuaron degradándose: su miopía alcanzó diez dioptrías, se volvió sordo como un cañón, se le trababa la lengua y balbuceaba como un borracho; ni olía los peores olores, ni le sabían los alimentos a nada, y menos tenía noción de si algo estaba caliente o frío, salvo su mujer que lo calentaba siempre en las noches de frío (de ella no de él).

En esta situación acudieron a los médicos que optaron por trepanarle el cráneo y ver qué había pasado, porque los escáneres y tomografías no mostraban trastorno alguno; y aunque nada extraño hallaron, sí pudieron comprobar que la hipófisis había crecido un tercio más de lo que la tenía antes de la operación. La conclusión a que llegó el más sesudo de ellos era que esa glándula le había hecho rechazo al cerebro o este había afectado a la hipófisis con su actividad. Sea como fuere extirpar a uno de los dos, podía ser riesgoso. No se registraba en los anales de la historia de la medicina que alguien pudiera vivir sin ellos. Consultados los esposos fue la primera vez que él se acordó de que decidía sobre sí mismo, y pidió de forma bastante enredada se le retirase el trasplante de cerebro de inmediato. La junta de médicos acordó callar para siempre el fracaso de su intervención quirúrgica a Victoriano, y le hizo firmar varios documentos en que decía ser responsable de su decisión de que le sustrajeran el cerebro.

Al parecer los celos de la hipófisis se calmaron con aquella decisión, pues tras la operación, los exámenes médicos revelaron que había recuperado su tamaño anterior, y Victoriano sus sentidos a cómo los poseía antes del famoso trasplante. Hoy tiene cuatro hijos: tres niños y una niña. A los primeros les falta el cerebro como a él, a la última no. Pero dice que no los opera por nada del mundo, con que sean normales, basta.

(Del libro Cuentos grotescos y fantásticos)

De mis Apuntes

La felicidad indecisa. Tú habrás conocido el “amor”, pero no la felicidad, pues no es feliz quien ha vivido siempre preñado de dudas.

Búsqueda. ¡Qué ironía, buscar amor donde te ofrecen cuerpos, cuerpos que desnudan el amor!

Lo justo. ¿Imperfección del amor? Para el amor, perfecta.
(Del libro Desnudo)

De mis poemas de amor

Para este amor

           polvo serán, mas polvo enamorado
                              Francisco de Quevedo

Para este amor no quedan ya cenizas,
alguna brasa sí, desconcertada,
ausente de esa hoguera ingobernada
en que una vez ardió, sobrio y sin prisas.

Para este amor no importa la sonrisa
que esboza con cinismo la agarrada,
ni mucho menos la rosa deshojada
que sus pétalos mece con la brisa.

Para este amor acaso ya no avisa
el resplandor que abraza y amanece
para que vuelve a ser sin cortapisa
el mismo que antes fue desarbolado,
pero que ahora en sí se compadece
de ser tan solo polvo enamorado.

(Del libro Aguas indómitas)


Mis libros publicados: Historia de los peces de Antonio Parra

 La obra de Antonio Parra Diferentes piezas de historia natural del ramo marítimo, publicada en La Habana en 1787, sobre peces, crustáceos y otros organismos marinos de la isla de Cuba, es una de las joyas bibliográficas más apreciadas, por sus magníficos grabados, coloreados a mano por el hijo del autor. Parra fue el primero también en establecer un museo de ciencias naturales en la capital cubana, con los peces disecados por él. La edición realizada a todo color en Santiago de Chile, acompañada por el estudio sobre la vida y obra de Parra, efectuada por Armando García González, permite a los lectores disfrutar de este excelente libro.


Mis libros publicados: Aguas indómitas

Después de sus Poesías completas, y de La nada sonora, esta nueva obra del autor vuelve a ocuparse de los temas universales del amor, el desamor, la soledad, el bien y el mal, la bondad y su antítesis, que no solo afectan a su persona sino a cuantos pudieran reflejarse en sus versos. Estos poemas son como el agua que discurre entre las piedras, a veces tranquilas, en ocasiones turbulentas, como fuerza de la naturaleza y de la vida: mares, playas, ríos, arroyos y corrientes que atraviesan el sentir de todos los seres, incluido el poeta que las canta y se deja arrastrar por las olas o las enfrenta, que bebe de su frescura y entra en los bellos arrecifes generadores de calor y vida; energía que transporta y fortifica, que arrasa y que destruye, que calma la sed y desahoga... nunca indiferente, siempre alentadora. Aguas que el autor quisiera borraran todo lo infecto y dejasen lo más limpio y cristalino del ser humano para compartirlo.



martes, 17 de noviembre de 2015

Mis traducciones: Narración de un viaje a la Patagonia y Tierra del Fuego

Narración de un viaje a la Patagonia y Tierra del Fuego a través del estrecho de Magallanes, en HMS Adventure y Beagle en 1826 y 1827, de John Macdouall, Editorial Ofqui, 2015.

Una visión del famoso primer viaje del buque que comenzó al mando del capitán Stokes y acabaría bajo la comandancia de Robert Fitz Roy, tras el suicidio de aquél, realizada por John Macdouall, que narra diversas peripecias en los lugares visitados desde Madeira, y América del Sur. Este mismo buque que, en su segundo viaje a las órdenes de Fitz Roy, llevó al célebre naturalista Charles Darwin por esa misma región e islas del Pacífico. Cuestiones personales, costumbristas y científicas, se unen a la gran aventura que significaron esos viajes, en esta edición traducida por primera vez al castellano.

Mis libros publicados: Mi asesino el ruiseñor.


El amor y el desamor se unen en una trama de suspense en que se ve envuelto el personaje, precisado a matar a su mejor amigo, poniendo a prueba la amistad y las relaciones humanas que van más allá de la simple contacto ocasional para convertirse en una situación que se le escapa de las manos, llevándolo a extremos que nunca soñó experimentar.